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Hace alrededor de una década me enamoré de 'Fuenteovejuna'. La culpa la tuvo un maestro de la danza española, Antonio Gades, con el que tuve ocasión de compartir desayuno de trabajo. Presentaba a los medios una nueva puesta en escena de 'Fuenteovejuna', su creación más lograda -a mi humilde entender-. La magia de sus explicaciones en una de las salas administrativas del Teatro Real de Madrid precedió a la magia del ensayo general que la tarde siguiente pude presenciar desde el patio de butacas del regio coliseo capitalino. Sobre las tablas, el Ballet Nacional de España que por entonces dirigía Elvira Andrés lucía una (histórica) coreografía que conjuga a la perfección estética y hondura. Algún tiempo después tuve ocasión de contemplar de nuevo -esta vez en función ordinaria, en el Teatro de la Zarzuela- el prodigio artístico, con el mismo resultado: emoción incontenible.
El pasado domingo, mejor acompañado que nunca, regresé a 'Fuenteovejuna' -Fuente Obejuna para la toponimia oficial-. La cita fue, como la primera vez, en el Teatro Real, que estos días rinde un (merecidísimo) homenaje al (tristemente) desaparecido Gades, que en 2011 habría cumplido 75 años. El cuerpo de baile que ahora pasea su repertorio por medio mundo es el de la compañía que lleva su nombre y que gestiona su fundación. Da igual. Más allá de los (escasos) peros que podrían ponérsele a alguno de los solistas, la fuerza intrínseca de la dramaturgia termina imponiéndose.
La adaptación que Gades y José Manuel Caballero Bonald realizaron del inmortal drama escrito por Lope de Vega resucita una y otra vez las mismas emociones gracias a su insuperable mezcla de lo popular y lo clásico, del sonido y del silencio, de la alegría y de la tristeza. La legendaria tragedia anarcoide parida hace cuatro siglos y trasladada a la danza en 1994 conserva intacto su mensaje solidario y rebelde frente a los abusos del poder; un mensaje que hoy parece más necesario que nunca.
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