21 ago 2011

'Mi hermano Polinices' y 'Juicio a una zorra': pesadilla de monólogo y monólogo de ensueño


Finaliza -en realidad lo hará el próximo fin de semana- el ciclo de monólogos 'Mano a mano' del Festival de Mérida con la doble oferta que une, por un lado, a los extremeños Memé Tabares y Jesús Noguero, y por otro, a Miguel del Arco y Carmen Machi: dos propuestas potentes -la otra más que la una, claro- con desiguales resultados artísticos que pasamos a desentrañar.

El maestro Peter Brook inaugura su canónico manual sobre arte y técnica teatral con estas sabias palabras: "Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa [el espectador], y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral". Pero, antes de que sea demasiado tarde, aclara: "Sin embargo, cuando hablamos de teatro no queremos decir exactamente eso. Teléfonos rojos, focos, verso libre, risa, oscuridad, se superponen confusamente en una desordenada imagen que se expresa con una palabra útil para muchas cosas". Viene a cuento la cita del director londinés porque, a la salida de la Alcazaba árabe, mientras el cronista rumiaba la presente reseña, no podía sino repetirse una y otra vez la expresión con la que Brook denunciaba (¡en 1968!) los excesos del teatro moderno: elementos que "se superponen confusamente".

'Mi hermano Polinices', la cuarta versión -esta vez velada- de 'Antígona' que se estrena este verano en Mérida, se regodea en esa superposición confusa, y tan pesado lastre impide que la función remonte el vuelo. La culpable de acopiar dicha carga es una de las figuras más heterodoxas -por decirlo finamente- de la escena regional, Memé Tabares, quien, haciendo honor a ¿su nombre?, convierte en una memez lo que podría (y debería) haber sido un sentido monólogo en el que la fraternidad reinara por sobre todas las cosas, una vez que la tragedia ha extinguido las llamas de la ambición. Pero no. La dramaturgia y la dirección de la responsable del artefacto dramático que nos ocupa desprecia el texto que los dioses -y los generosos y provincianos regidores autóctonos- ponen en sus manos y, sobre todo, el entregado trabajo de un actor en estado de gracia, Jesús Noguero -sublime en 'Los persas' de Paco Suárez estrenados en el Teatro Español de Madrid-, que, sin embargo, no puede soportar por sí solo todo el peso del desastre.

De un tiempo a esta parte, el teatro posmoderno se ha instalado en el abuso de lo que se ha dado en llamar espacio sonoro: un 'totum revolutum' en el que cabe cualquier sonido pero que los artistas contemporáneos se han empeñado en atiborrar, fundamentalmente, de ruido, convirtiendo cualquier texto -por bello y trascendente que sea- en una amalgama sonora insufrible para los oídos del espectador. Eso es, pizca más o menos, lo que perpetra Paco Barjola en 'Mi hermano Polinices'; y eso es lo que la ínclita directora de la cosa permite y jalea, aderezándolo con un movimiento escénico más que discutible. De tan enojosa mezcla sale un monólogo que en realidad no lo es, pues un sinfín de voces -la familia del protagonista (casi) al completo- se pasa media hora larga dando la tabarra a un aturdido Polinices que se desenvuelve como puede sobre un mar de arena y pesadilla en el que los elementos, ay, "se superponen confusamente".

La creación sonora -en este caso el delito lo comete Sandra Vicente (Estudio 340)- también sobra en el 'Juicio a una zorra' que cierra la velada pero, a diferencia del caso precedente, este tiene un responsable que toma las riendas del asunto y no permite que por culpa del ruido se desboquen los caballos de la tragicomedia: Miguel del Arco, el talento emergente del teatro nacional más reconocido por los 'connoisseurs' en la actualidad. Suyos son el texto y la dirección de un largo monólogo -esta vez sí- que pasa por delante del espectador con la fugacidad de una Perseida.

Gran parte del mérito de la función corre por cuenta de Del Arco, que sintetiza con las dosis justas de seriedad y desenfado el devenir de la que fue considerada la mujer más bella del mundo, Helena, y la letra pequeña de la guerra más conocida de la historia, la de Troya, dando forma a un parlamento que se ajusta como el látex a la piel de un animal escénico llamado Carmen Machi, quien convierte al mito espartano en una puta barata teñida de rubia platino y enfundada en un 'demodé' vestido rojo pasión.

La mujer que quitó el sueño a varias generaciones de guerreros y gobernantes en la antigüedad, aquella por quien perdieron la cabeza los más recios héroes, se presenta ante el espectador como la ruina (física y moral) en la que los estragos del tiempo le han permitido malvivir entre copas y botellas de alcohol. Despojada de su aura mítica, la (otrora) bella Helena, la 'zorra' del título, se autodefiende en un juicio ante la Historia y ante quienes la dejan escrita para desconcierto de las generaciones venideras. Machi devora al mito, se lo trae al aquí y ahora -merced a un par de guiños atemporales- y lo presenta con hechuras domésticas, haciendo un nuevo alarde -y van unos cuantos, en teatro, cine y televisión- de versatilidad interpretativa solo al alcance de los más grandes.

Un público que ríe -en buena parte de las confesiones- y se emociona hasta rozar la lágrima -con las denuncias de un mundo eternamente machista- despidió a la actriz con una sonora ovación mientras esta cantaba bajo la (tímida) lluvia que finiquitó la función del sábado. Un cierre de ensueño para un ciclo irregular pero más que aprovechable que debería tener continuidad en el tiempo.

[Artículo publicado en nosolomérida.es]

15 ago 2011

'Antígona': (mucho) ruido y (pocas) nueces


Cuentan que el presidente Kennedy dijo en cierta ocasión que "la gran enemiga de la verdad no es la mentira, premeditada, efectista y deshonesta, sino el mito, persistente, persuasivo e ilusorio". En la última de las tres 'Antígonas' que el Festival de Mérida nos ha endosado en este (a duras penas soportable) 2011 la mentira de una puesta en escena premeditada, efectista y deshonesta se enfrenta al mito clásico griego y, ciertamente, este le gana la partida a aquella, con lo que el resultado final es un espectáculo de factura brillante pero alejado sideralmente de la verdad dramática.

El mexicano Mauricio García Lozano, inédito por estos lares hasta ahora, elige la opción equivocada en la disyuntiva shakespeareana entre el ruido y las nueces: aturde merced al (ab)uso del primero y deja hambriento al espectador por la escasez de las últimas. Su propuesta lucirá insuperable como colección de instantáneas fotografiadas o en forma de síntesis audiovisual, pero provoca la insatisfacción del público ávido de sustancia.

Se salva el director visitante del fracaso absoluto gracias a los mimbres con los que elabora su cesto: como él mismo reconoce, en la 'Antígona' de Sófocles se sintetizan los cinco conflictos estructurales de la raza humana: "...jóvenes contra viejos... vivos contra muertos... hombres contra mujeres... individuos contra sociedad... dioses contra humanos..."; y la versión que Ernesto Caballero pone a su disposición, pese a algunos traspiés dialécticos, mantiene viva la fuerza del original y hace comprensible su mensaje al espectador contemporáneo. Lástima que la (arrolladora) creación sonora de Mariano García, la (seudo)poética música compuesta e interpretada por Pablo Salinas y la falta de concentración de los técnicos de sonido -el día del estreno-, reduzcan la potencia sofoclea a su mínima expresión.

Conviene recordar, para los legos en la materia, que (gran) parte del equipo de esta 'Antígona' fue responsable de aquella histórica 'Medea' de hace un par de años: lo sangrante viene a ser que ese conjunto de profesionales ha involucionado (en demasía) y no ha sido capaz de taponar la (desbordada) vena esteticista de García Lozano, que toma lo peor del montaje precedente -la primacía del 'look' posmoderno marca de la casa Pandur tamizado por el realismo mágico centroamericano- y descuida la palabra y, lo que es peor, la dirección de actores.

El postapocalíptico y ceniciento mar de tumbas en que Ricardo Sánchez Cuerda convierte la escena del Teatro Romano y el mar real -de agua, situado en la orchestra- que le sirve de contrapunto envuelven al mito de forma sobresaliente, pero la decisión de dividir el coro de ancianos tebanos de la tragedia clásica en sendos coros -uno, masculino, vivo; otro, femenino, difunto- para separarlos en esos dos espacios resulta mucho más discutible: la voz de la experiencia del texto original se transforma, por gentileza de esta (gratuita) 'modernité', en livianas danzas paridas por la inconsistente mente creativa de Ronald Savkovic.

'And last but not least' -perdón por el desvarío anglófilo-, la interpretación: balance desigual para un elenco al que el programa de mano agrupa como 'solistas', en una clara advertencia de que, más que actores, los protagonistas de esta tragedia son tratados como cabezas visibles de un todo coreográfico que, mal que le pese a sus responsables, contiene más letra que música -¡jodido Sófocles!-.

"Al día siguiente (del estreno) hablaban los papeles..." de una gloriosa aparición de Blanca Portillo encarnando al viejo Tiresias; y no mienten los que saben de esto. Pero opina el cronista que se les va la mano a los expertos (y a los becarios agostales) en el panegírico a una actuación solvente, sin más. Claro que, en un mar de medianías, cualquier ola espumosa hace verano. Sea. Y sea también que Marta Etura promete al comienzo una 'Antígona' rebelde que se apaga con el pasar de los minutos: el nervio vence a la rabia, y así no hay manera. Aunque mucho peor es lo de María Botto, a la que le permiten -o le jalean, vaya usted a saber- una amanerada y quejica dicción que lastra su presencia conviertiéndola en comparsa.

Del lado masculino, Antonio Gil ofrece un irregular Creonte, imponente a veces, apocado en otras; Alberto Amarilla cumple en su doble rol de guardián/mensajero, que los 'antigonófilos' saben que ronda las hechuras del clown 'avant la lettre' y que el joven intérprete encarna con hechuras psiquiátricas; la sorpresa la da Elías González, que da vida a un sentido (y sufrido) Hemón. Tres actores extremeños que se ganan su puesto por méritos propios, lejos de cuotas provincianas, pero que certifican la categoría de un montaje menor que la mediocridad circundante convertirá en el salvavidas, momentáneo, de un festival herido de muerte.

[artículo publicado en nosolomérida.es]

Fuente | RTVE

10 ago 2011

'La bien amada' de Miguel Poveda: el cante del siglo XXI


Lo siento pero no fui capaz de 'juntar coraje' para acudir a ninguno de los dos recitales con los que Álex Ubago inauguró la semana pasada la serie de 'Microconciertos' que la Alcazaba árabe acoge durante este mes de agosto dentro de la ecléctica programación del 57º Festival de Mérida. Con Miguel Poveda, en cambio, no ha hecho falta armarse de valor: la apuesta era sobre seguro. Anoche desplegó su arte -y hoy volverá a hacer lo propio- de manera magistral en un mano a mano insuperable junto al compositor, arreglista, director de orquesta y, en esta ocasión, pianista, Joan Albert Amargós, que se ha convertido en el más fiel escudero del 'quijote' del cante del siglo XXI de un tiempo a esta parte.

La propuesta fue bautizada como 'La bien amada' y, para no desentonar con la columna vertebral de la presente edición del certamen emeritense, la mujer se convirtió en el eje alrededor del que giró la casi totalidad de las piezas interpretadas. Hubo un poco de todo: con las sobresalientes 'Coplas del querer' como surtidor principal pero bebiendo igualmente de otras etapas de una discografía que ya supera los tres lustros de vida, Poveda fue desgranando, ante un público irrespetuoso y desinformado pero entregado, todo lo que se esperaba de él: no faltaron las ineludibles 'Ojos verdes', 'Rocío', 'La bien pagá' o 'En el último minuto', de su último y aclamado doble cd; ni otras coplas escondidas en trabajos previos, como 'La niña de fuego' o 'Te lo juro yo'; ni la sempiterna 'Y sin embargo', que abrió la noche; ni la estremecedora 'A ciegas', que cerraba 'Los abrazos rotos' de Almodóvar. Mas también hubo lugar para las sorpresas: un fandango a pelo; un chapuzón en 'Los mares de China' de Zenet, del que rescató una estrofa de 'Soñar contigo' por petición popular; una bellísima 'Cançó del bes sense port', extraída de su 'Desglaç' de poesía catalana; y un broche de oro con su versión del capital 'No volveré a ser joven' de Jaime Gil de Biedma. Por el camino, también hubo tiempo de detenerse en el bolero -'Piensa en mí', de Agustín Lara, incluido-, sin duda lo menos lucido de un (de cualquier modo) arrebatador repertorio.

La larga hora que duró el invento sirvió para constatar que, ascendidos a los altares de lo gloria ausente Camarón y Morente, el cante del siglo XXI tiene dueño: Miguel Poveda. Muy lejos aún de los riesgos asumidos por sus antecesores en el trono flamenco, el cantaor charnego hace gala, sin embargo, de una inquebrantable curiosidad artística que le está llevando a picotear en todas las flores que el jardín melódico ofrece, y su vocación flamencóloga le permite encarar sin prejuicios la (intra)historia de un género desbordado por sus ramificaciones hasta convertirse en patrimonio (oficioso primero, oficial por fin) de la humanidad.

En Mérida se presentaba con el acompañamiento del piano de Amargós y con el parapeto del pie de micro, del atril auxiliar y de un banco alto que no pasó de mero espectador. Pronto sobraron los artilugios dispuestos cual barricada en un recogido escenario por el que Poveda se desenvolvió con esa inconfundible mezcla de artista cabal y posmoderna estrella pop en la que los medios y el público lo han convertido, sin esconder su complicidad con el acompañante que le lleva de la mano a la gloria musical y demostrando un perfecto equilibrio entre la modestia del joven que aún es y el descaro que los de su generación -que es la mía- llevan de serie.

[P.S.: Dicho lo cual, y perdón por la ordinariez: "manda huevos" -'trillada' expresión- que el mejor espectáculo de un festival de teatro clásico grecolatino sea un recital de copla y bolero]

[Artículo publicado en nosolomérida.es]

8 ago 2011

'Calpurnia Pisonis' y 'El instante del absurdo': cara y cruz del monólogo


Continúa su andadura -lo hizo el pasado fin de semana y lo volverá a hacer el siguiente- la serie 'Mano a mano' de monólogos que propone el Festival de Mérida en esta 57ª edición, con un desparejo duelo entre dos intérpretes neófitos en la materia -Emma Suárez y Roberto Álvarez- que, a su vez, se ponen en manos de sendos directores (audiovisuales) -Norberto López Amado y Chus Gutiérrez-, quienes se acercan por primera vez al mundo del teatro. Así que el envite tiene (cierta) gracia y (mucho) riesgo.

Abre la velada Emma Suárez (las damas primero) encarnando el 'sueño, premonición y muerte' -así reza el subtítulo de la pieza que interpreta- de 'Calpurnia Pisonis', la última esposa de Julio César, aquella a la que la leyenda asegura que asistieron las artes adivinatorias en la víspera del asesinato de quien "llegó, vio y venció" pero, sin embargo, despreció la (fatal) advertencia femenina -como tantos, como (casi) siempre- de su amada poco antes de caer presa de sus más íntimos enemigos.

El texto pergeñado por el dramaturgo Borja Ortiz de Gondra en apenas una semana amplifica el alcance de este mínimo capítulo de la (intra)historia romana que, probablemente, debe más a la (sublime) pluma de Shakespeare que a la (ordinaria) realidad. Sea como fuere, el autor bilbaíno saca partido a lo meramente anecdótico para elevarlo a la categoría de (inmortal) universal: la mujer no es escuchada -al menos de manera suficiente- en un mundo (todavía) machista que, pese a contar su vida por milenios, permanece anclado en los tiempos genésicos en lo que a los asuntos capitales -pongamos, la igualdad de género- se refiere.

El mensaje se hace evidente, sobre todo, porque la mensajera se impone sobre la componente poética del texto: Emma Suárez borda los distintos estados emocionales de una esposa (arrebatadamente) enamorada a la que el dolor (antes, durante y después de la tragedia) borra del mapa (imperial) una vez que sus temores se ven cumplidos. El perpetuo desgarro por el que transita la oscura existencia de Calpurnia Pisonis, a medio camino entra la (i)rrealidad del sueño y el más allá del despertar, es asumido con asombrosa facilidad por una actriz que vuelve a demostrar que, cuando acierta en la elección de sus aliados profesionales, es capaz de convertirse en una de las máximas figuras de nuestra escena.

Algo muy distinto es lo que le sucede, para su desgracia, a Roberto Álvarez, uno de los más (sobre)valorados actores nacionales, merced a la generosidad con que han sido recibidos por crítica y público algunos de sus trabajos cinematográficos y televisivos. Para colmo de males, el día del estreno, Álvarez se pasó la media hora que duró su intervención peleándose, en un hilarante 'tour de force', con su (ramplona) dicción, que le jugó un buen puñado de malas pasadas. Al contrario de lo visto a su antecesora sobre la arena de la Alcazaba, dio la sensación de que el intérprete no se sintió en ningún momento cómodo en la piel de un mito tan paradójico como Sísifo, que fue tenido por el más astuto de los hombres pero que, finalmente, fue castigado por los dioses a la más ridícula tarea: hacer rodar una piedra gigante montaña arriba para, en un bucle sin fin, verla retroceder irremediablemente hasta el principio para volver a empezar.

El peñazo protagonista de la leyenda, con presencia destacada en el espacio que acoge el monólogo, amaga al principio con convertirse en la metáfora de la función, pero un texto desenfadado, obra de la también directora Chus Gutiérrez, lo salva del peso del aburrimiento. La autora bebe en la fuente de un opúsculo de Albert Camus, que se recrea en 'El mito de Sísifo' para burlar su habitual querencia por el existencialismo aferrándose a las (in)controvertibles tesis de la filosofía del absurdo, mucho más atinadas. Como en el filosófico texto original, en el monólogo escrito 'ad hoc' para el certamen emeritense se apuesta por la (in)trascendencia del individuo, por la certidumbre de la mortalidad y por el humor como único alivio de las (in)evitables penas que cada vida lleva aparejadas. Esto salva del hastío a una propuesta que, de cualquier modo, no pasa de marginal dentro de este peculiar artefacto escénico en el que no todas las manos manejan los hilos tragicómicos con igual pericia.

[Artículo publicado en nosolomérida.es]

2 ago 2011

Mis vicios (in)confesables (11): Paco Suárez


Mentiría si dijera que soy capaz de afrontar un comentario sobre la última propuesta teatral de Paco Suárez desde la objetividad: por muchas razones. Sirva, de entrada, como aviso que han tenido que pasar algunas semanas desde su contemplación para que me atreviera a emitir un juicio (más o menos) sensato, no sé si desapasionado, de lo visto y oído, de lo sentido.

Tenga en cuenta el lector que, cierto día de hace un puñado de meses, el señor Suárez, por aquel entonces director del Festival de Mérida, propuso al abajo firmante, por aquellas fechas jefe de Prensa de dicho certamen, firmar a dúo una nueva versión de la más antigua tragedia que se conserva, 'Los persas' de Esquilo, una vez desechada la arqueología rítmica acometida por el profesor Agustín García Calvo en primera instancia, luego pertinentemente publicada por la editorial Lucina. Dicho, y hecho: una vez fijadas ciertas premisas, los autores se pusieron -nos pusimos- manos a la obra. Pero los políticos (de tres al cuarto) que entonces manejaban el festival y la (impresentable y negligente) gerencia que aún hoy desgobierna un certamen (mucho) más ruinoso que las romanas piedras que lo acogen, se cruzaron en un camino que nadie había imaginado de rosas pero que nada hacía presagiar que estaría plagado de espinas. Sea como fuere, el proyecto se fue al traste, aquellas ilusiones quedaron guardadas en un cajón junto a otras a la espera de mejor ocasión... y el mundo siguió andando.

Por supuesto, el señor Suárez continuó luchando por poner en pie su proyecto, que finalmente encontró acomodo en la programación del Teatro Español, donde el (siempre) atento Mario Gas dio cobijo a una proposición (nada) indecente. Eso sí, en lo que fue de un momento a otro, la autoría de la versión se vio alterada por motivos que no vienen al caso aunque perfectamente razonables: finalmente fue el filólogo, poeta y crítico valenciano Jaime Siles quien renovó formalmente un texto que, paradójicamente y aunque esté feo decirlo, se parece bastante a lo que hubieran parido las cuatro manos y los dos cerebros originales.

El caso es que, del 23 de junio al 24 de julio, se ha representado en la Sala Pequeña del Teatro Español la definitiva versión de 'Los persas' de Jaime Siles, con dramaturgia y dirección de Francisco Suárez; y que su acogida por parte de la crítica -aplauso generalizado- y del público -escasas butacas libres en la mayoría de las funciones- ha sido generosa. No podía ser de otra forma pues, aunque parezca sorprendente, el espectáculo visto en Madrid se ha convertido en la mejor propuesta clásica grecolatina de la temporada, para desgracia del Festival de Mérida, que se dejó escapar -por ceguera intelectual y malas artes profesionales, amén de desprecio personal- un caramelo escénico que hubiera hecho las delicias de los paladares más exquisitos.

Fiel a su idiosincrasia artística, Suárez engarza en su puesta en escena el clásico relato de lo acontecido a los soldados de (la batalla de) Salamina con las recientes revueltas árabes producidas este mismo año en el norte de África y su conexión con el continente asiático, cuyo componente transformador aún no conoce su punto y final. Se sirve, para dicha labor de orfebrería dramática, de sendas proyecciones audiovisuales que vomitan las contemporáneas ansias de libertad de pueblos tradicionalmente oprimidos por la tiranía de sus gobernantes, que el maestro de ceremonias identifica, a grandes rasgos, con lo narrado por Esquilo dos milenios y medio atrás. A un servidor, esta idea, junto con la simbología nazi que envuelve al derrotado Jerjes al final del drama, le sobran, pues cree que la potencia de fondo de una tragedia como 'Los persas' se basta y se sobra para que su alcance llegue hasta nuestros días, sin necesidad de subrayados formales accesorios: esa es la mayor virtud de los clásicos, su capacidad para penetrar en el ánimo del espectador contemporáneo con la misma facilidad de cuando entonces.

Advertido este exceso, no queda sino aplaudir el resto de la propuesta: austera, minimalista, precisa, eficaz. Un desfiladero de ceniza soporta el peso de los seis protagonistas. Dos sillas y una mesa de metacrilato soportan el peso de la tragedia. Sobre esta última, una vajilla de copas avejentadas hace las veces de ejército persa, cuya disposición va y viene por el imaginario (y transparente) mapa según el punto de vista (y el ánimo) de quien narre los acontecimientos. Esta es toda la escenografía de un espectáculo que parece huir de tal sustantivo.

En cuanto a los personajes, Suárez acierta -y de qué manera- al reducir el coro de nobles persas a un par de ancianos consejeros reales -encarnados con su habitual grandeza y humanidad por los veteranos Miguel Palenzuela y Alicia Sánchez-; acierta aún más al permitir el lucimiento de la más ilustre 'rara avis' de nuestra escena, Albert Vidal, que resucita al fantasma de Darío alardeando de su arte telúrico, alimentado en las añejas tradiciones teatrales orientales; y riza el rizo del acierto al regalar a Jesús Noguero el papel de su vida: su Mensajero transmite, de manera insuperable, las trágicas vergüenzas contempladas en el campo de batalla, recordando que el propio Esquilo fue protagonista de las Guerras Médicas y que su obra inaugura, sin pretenderlo, el reportaje periodístico, por más que su calado trascienda la mera acumulación de datos. Inés Morales da vida a una reina madre espectral, que más parece una resucitada talla religiosa de andar por casa que una dominadora matriarca oriental, carente de la prestancia necesaria para soportar todo el dolor del mundo. Por último, Críspulo Cabezas solventa con suficiencia su breve aparición epilogal, pero deja en el espectador la sensación de haber desaprovechado la ocasión de dibujar un Jerjes más arrepentido, más consciente de sus (i)limitadas ambiciones y más consecuente con su derrota, particular y global.

Dejo para el final la luz (y las sombras), obra de un inspirado Paco Ariza, y la música, que va de Górecki a Shostakóvich haciendo parada (obligatoria) en Juan de Pura: la voz que pone el broche de oro a una tragedia que la percusión obliga a sufrir al espectador.

1 ago 2011

'La asamblea de las mujeres': derroche de sal gorda para una sosa comedia

Fuente | RTVE

Lo peor que le puede suceder al cronista ante el folio en blanco (virtual) es no tener nada que contar. Lo (más) grave de dedicarse a estas (mal pagadas) tareas opinativas es que ocurre, de cuando en vez, que el escriba no tiene nada que escribir aunque, paradojas de la vida, la nada sí tiene quien le escriba -igual que el coronel de García Márquez-. Como quiera que este sea el (irremediable) sino de los tiempos que nos ha tocado vivir, echa a andar aquí, sin más preámbulos, la valoración del último estreno -por ahora, ¡qué cruz!, con perdón- del Festival de Mérida dirigido (todavía) por el tándem Portillo-Martín, ya conocido como 'Las efímeras', sin que se haya demostrado, de momento, que tan acertado epíteto se corresponda con ninguna figura mitológica.

El caso es que la comedia de este año, 'La asamblea de las mujeres', ha resultado ser -conste en acta que lo tenía francamente complicado- una de las peores propuestas dentro de su género en la reciente (intra)historia del certamen emeritense. Y eso que (los responsables de su programación) nos la habían vendido con todos los engañabobos a su alcance: una moderna comedia de Aristófanes; una de las más destacadas directoras de la nueva hornada de la escena patria; un autor/versionador de prestigio consolidado; y un reparto experto en estas lides de hacer reír al respetable.

Mas resulta que no, que de una vez habrá que decir que Aristófanes es el más (sobre)valorado de los autores de la antigüedad clásica -lo que no es redundancia es plagio-; que su supuesta modernidad -poner del revés los asuntos del gobierno y la guerra, según el caso, para situar a las mujeres al frente- queda anulada desde el mismo momento en que, para que triunfe la ginecocracia, disfraza a las criaturas que el señor hizo descender de la Eva genésica con el fin de engañar a los atolondrados hombres que su simplista pluma retrata; que Laila Ripoll se maneja mejor con los clásicos de andar por casa -del Siglo de Oro al siglo pasado, por acotar los tiempos-; y que José Ramón Fernández gasta unas formas (literarias y de las otras) demasiado solemnes como para hacer triunfar un texto ligero aunque pretendidamente profundo. Por último, es hora de aclarar, también, que a Isabel Ordaz se le atraganta el que podría haber sido uno de los papeles capitales en su trayectoria profesional -su incontenible (sobre)actuación paródica repele de cabo a rabo-; que Emma Ozores despliega unas artes (seudo)cómicas incompatibles con el teatro del siglo XXI y un festival como el de Mérida -por decirlo sin herir sensibilidades-; y que Secun de la Rosa abusa de sus particulares recursos humorísticos -ya vistos en este mismo escenario hace un par de años-, lo que convierte sus interpretaciones en perfectamente intercambiables, diga lo que diga su texto, y su personaje.

Dicho lo dicho, la apuesta por situar una comedia con 2.500 años de vida en los (locos) años 20 del siglo pasado, con vestimenta 'chapliniana', colorido extraído del musical y compases de charlestón, queda reducida a su mínima expresión. Advierte la directora del montaje, desde el programa de mano, que su espectáculo contiene "sal gorda cuidadosamente, sabiamente dosificada". Optimista en exceso -se le va la mano con los adverbios, no con la sal-, a Laila Ripoll le ha salido una comedia sosa... y maloliente, por culpa del hedor que desprende tanta escatología mal llevada.

Que no es lo mismo que decir una mierda de comedia, con perdón.

[Artículo publicado en nosolomérida.es]